Durante 10 años, todos los
días 25 de cada mes en San Nicolás, se
convoco a un grupo voluntario de Misioneros de diversos lugares del país,
felizmente, por iniciativa de los propios laicos presentes en las reuniones,
fueron grabadas las charlas que se dieron. Hoy contamos con esta catequesis que
nos disponemos a ofrecer aquí a modo de entregas semanales para todos,
peregrinos en general y misioneros en particular.
El
Pecado y La
Reconciliación Pbro. Carlos A. Pérez
Lc. 15, 11 – 24
Un libro llamado “El
Regreso del Hijo Pródigo”, de Nowen, con mucha riqueza va expresando el
reencuentro del hijo con su padre, es una verdadera pintura de lo que es la
misericordia del Padre, de la que queremos ser nosotros espejo y encarnación.
El pecado es la negación de la
Alianza con Dios por parte del hombre, con grandes
consecuencias en el primer plan de Dios. Ignora ese plan amoroso del Padre. La Libertad mal empleada
hace que Adán y Eva elijan su propio proyecto de felicidad que no es el de
Dios. Y todo esto tiene repercusión hasta el fin de la historia, por eso todos
hemos nacido en pecado y todos somos herederos de ese primer pecado. Es
esencial en nuestro interior que nos sintamos profundamente pecadores, porque
el ser humano es así. Profundamente pecador es pero inmensamente amado por
Dios, pecadores por la capacidad de pecar. Pero muy amados por Dios, justamente
porque el Señor se compadece de nuestra condición de pecadores: Nacidos en
pecado somos incapaces por nuestras propias fuerzas de no pecar; “Sin mí
nada pueden hacer”; “No serán tentados
más allá de sus propias fuerzas”, dirá el apóstol Pablo. “Mi Gracia te basta”,
le dirá Jesús a Pablo, cuando tres veces le pide que le saque la tentación. Sin
esa Gracia todos moriríamos igualmente. Solo nos salva la gracia de Cristo. La
conciencia es una especie de alarma, de guía interior que nos va iluminando
para ver cuando estamos orientados seriamente hacia Dios o cuando no. Esa
ruptura que establece el pecado, es una ruptura que se da con Dios, consigo
mismo y con los demás; rompo la relación con los otros; a partir de mi actitud
egoísta que me absorbe y me incapacita para ser de los demás. También se da la
ruptura de la alianza con la naturaleza porque Dios la puso para servicio del
hombre, para que la pueda utilizar sabiamente y sanamente en Orden a Dios. Y
como no es así, dice el apóstol Pablo, la naturaleza sufre dolores de parto
esperando el día de su liberación porque es mal usada por el hombre. Lo que
esta dado por Dios para el buen uso, el hombre cuando esta sometido y
esclavizado por el pecado lo usa mal, lo usa para su propio provecho
caprichoso. Y surge entonces con Dios una relación de miedo, una relación de
temor, de ahí que Adán se cubre con hojas verdes, le da vergüenza y hay una
desazón consigo mismo. El hombre se encuentra descentrado, desequilibrado;
debilitado hasta morir. San Pablo habla de no juzgarnos y dice: Ni yo mismo me
juzgo, no conozco el nivel de libertad que hubo en mi pecado material,
solamente Dios lo conoce. Entonces no juzgarme ni acusarme, pero convencerme de
que soy pecador por lo que he pecado o por mi capacidad de pecar. Por eso urge
conocer a Jesucristo; su amor y su misericordia. Si uno no se siente pecador no
siente la necesidad de Dios porque se autoabastece, endiosa lo que tiene y se
endiosa a si mismo. En cambio, el que sabe que obro mal porque su conciencia se
lo dicta, llora su pecado, como lo lloro Pedro, Pablo, Magdalena, la
samaritana, y eso lleva a una decisión de cambiar de rumbo en la vida. Llorar
mi pecado, llorar mi capacidad de ofender a Dios y descubrir que Dios me ama
con amor infinito.
San Agustín dice: “Ojala
no hubiéramos pecado, pero si hemos pecado que ello nos sirva para encontrarnos
con Dios”, “Señor que te conozca a ti y que me conozca a mi”. Y al conocer a
Dios desde la pobreza ante la consistencia del amor de Dios surge mi más
absoluta inconsistencia. Si Dios me deja de la mano no puedo afirmarme en mi
mismo, para nada y encuentro mi falta de correspondencia a su amor.
Mi vida en las manos de
Dios es la única manera de que Él transforme todo lo que no sirve, es la gran
posibilidad que tengo yo: poner mi vida en manos de Dios y que Él lo transforme
todo. Somos un cuerpo con sus sentidos, su afectividad, su mente, y Dios quiere
de nosotros un corazón nuevo. Por eso nos envía los dones del Espíritu Santo,
que son dones misericordiosos porque en el trasfondo de todo nuestro ser esta
el corazón, que es donde se libran las verdaderas batallas. Debemos dejar que la Gracia pase por todas las
esferas de mí ser, todo debe ser evangelizado, mi pensar, mi hablar, mi
caminar, mi amar, lo que tengo, lo que soy. Todo debe ser evangelizado, aun lo
exterior debe expresar mi evangelización interior.
Si meditamos en los
mandamientos, en los pecados capitales, vamos a ver nuestras fallas y debemos
dejarnos sanar por Dios; con ello tomamos conciencia y damos el salto a la
misericordia. El corazón encausado por Dios lo encausa todo y se logra encausar
en Dios; por la muerte a si mismo y por la adhesión al Señor todo vuelve a su
cauce contemplando la mansedumbre y la humildad de corazón de Jesús. Ser
pecador pero querido y amado por Dios hasta la muerte de Jesús y caminar
convencido de ello.
El corazón va a buscar sus
afectos y los busca mientras madura en las inmadureces de las relaciones con
las criaturas porque los afectos son tendencias que están en el corazón; pero
sintiendo a Cristo fuertemente, entregándonos a Él con la fuerza que solamente
Él puede dar, todo se va a encauzar. Sobre todo cuando veamos que la noche es
tan noche que no se ve nada de luz; cuando veamos que parecería que todo se
vino abajo, la oración no tiene gusto a nada, el Sagrario tiene gusto a poco, la Palabra de Dios parece
escrita en otro idioma y la oración parece un dialogo de sordos. Cuando ocurra
todo esto porque puede ocurrir y va a
ocurrir en algún momento, sigamos haciendo las cosas como si nada pasara.
Porque allí es donde el Señor esta
probando hasta donde lo queremos a Él o hasta donde queremos lo que Él
nos da y a veces esto el Señor lo permite por nuestra tibieza espiritual.
Porque nos fuimos dejando estar, nos fuimos dejando llevar por la pesadez, por
la pereza, por el activismo, dejamos la oración de a poco y entonces el Señor
va a intentar vencer esa tibieza, llevándonos otra vez al fervor.
Esa tibieza suele producir
tristeza, depresión, porque no estamos orientados en la línea que deberíamos
estar. Y entonces la oración profunda, perseverante, confiada, pordiosera, el
mendigo humilde hará que el Señor se compadezca
de nosotros aunque ya nos compadece y
nos muestra su compasión.
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