El sexo también es una realidad sagrada. Dios la
creó para unir al hombre y a la mujer en la intimidad del matrimonio. En el
acto sexual Dios también se hace presente para traer una nueva vida al mundo.
Es, entonces, algo hermoso, importante, privado y sagrado. Dios quiere que lo
recordemos. Quiere que lo tengamos en un lugar especial e importante dentro de
nuestras vidas. Dios no quiere que nos sintamos cómodamente hablando de sexo de
la misma manera en que hablamos de recetas de cocina o de fútbol. Esta especie
de incomodidad o de vergüenza para hablar de sexo se llama pudor. Y cuando una
persona lo siente, es un recordatorio de Dios sobre la importancia, la dignidad
y la sacralidad de la sexualidad humana.
¿Hemos de considerar el pudor como un sentimiento
del pasado y desinhibirnos para exhibir las intimidades sexuales o hablar de
ellas? De ninguna manera. El pudor es un regalo de Dios, un instinto propio de
la dignidad espiritual del ser humano. Es un recordatorio de la sacralidad de
la sexualidad humana que aparece con el despertar de la conciencia. De esa
manera Dios protege nuestra propia sexualidad para evitar que las fuerzas
sexuales, que son para expresar el amor en el matrimonio, se corrompan y
obstaculicen el desarrollo de la personalidad.
La cultura en que vivimos busca acabar con el
pudor y la sacralidad del sexo. La gran cantidad de mensajes sexuales que
recibimos para desinhibirnos han ido engendrando una sociedad de personas
tristes, de cuerpos sin alma. Al perder el sentido del pudor en el lenguaje, en
el vestir, en el obrar, se pierde también el sentido del cuerpo, que sólo se
vuelve materia para ser poseída, disfrutada, usada, abandonada. Y al final una
gran tristeza y un enorme vacío. En cambio una visión del sexo como algo íntimo
y sagrado, protegido por el pudor, es el camino del amor real, la vía de la
armonía entre cuerpo y espíritu.
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